La conversión de San Pablo, encuentro con Cristo
La conversión más famosa de la historia es, sin duda, la de san
Pablo. Cómo fueron los detalles de aquél hecho lo sabemos gracias a san Lucas,
que lo inmortalizó en un conmovedor relato conservado en Los Hechos de los
Apóstoles.
Cuenta este libro que Pablo era un joven y fogoso judío, llamado
entonces Saúl, y que observaba con preocupación cómo se expandía en Jerusalén
el cristianismo, que él consideraba una secta peligrosa. Resolvió, por lo
tanto, combatirlo y no descansar hasta aniquilarlo por completo.
Cierto día decidió viajar a Damasco con una autorización
especial para encarcelar a todos los cristianos que encontrara en esa ciudad.
Damasco distaba unos 230
kilómetros de Jerusalén y era una de las ciudades más
antiguas del mundo, en la que habitaba una importante comunidad cristiana. El
viaje debió de haberle llevado a Pablo y a sus compañeros alrededor de una
semana.
De pronto, y casi ya en las puertas de la ciudad, una poderosa
luz lo envolvió y lo tiró por tierra. (Conviene aquí recordar que los viajes en
esa época se hacían a pie, por lo que la famosa imagen de Pablo cayendo
"del caballo" que tanto hemos visto en cuadros y pinturas, no
corresponde a la realidad). Entonces oyó una voz que le decía: "Saúl,
Saúl, ¿por qué me persigues?". Pablo respondió: "¿Quién eres,
Señor?" La voz le contestó: "Yo soy Jesús, a quien tú persigues.
Levántate y entra en la ciudad. Allí se te indicará lo que tienes que
hacer".
Luz para el ciego
Pablo se levantó, y comprobó que no veía nada. Entonces con la
ayuda de sus compañeros pudo ingresar en la ciudad. Así, aquél que había
querido entrar en Damasco hecho una furia, arrasando y acabando con cuantos
cristianos encontrara, debió entrar llevado de la mano, ciego e impotente como
un niño.
En Damasco se alojó en la casa de un tal Judas, y permaneció
allí tres días ciego, sin comer ni beber, hasta que se presentó en la casa un
hombre llamado Ananías y le dijo: "Saúl, hermano, el Señor Jesús que se te
apareció en el camino por donde venías, me ha enviado para que recuperes la
vista y quedes lleno del Espíritu Santo". Entonces le impuso las manos, y
al instante cayeron de sus ojos una especie de escamas y recuperó la vista.
A partir de ese momento Pablo fue otra persona. Un cambio
impresionante sucedió en él. Ananías lo bautizó, le explicó quién era Jesús, lo
introdujo en la comunidad local, lo instruyó en la doctrina cristiana y lo
mandó a predicar el Evangelio. De este modo Pablo conoció el cristianismo, y
llegó a ser miembro de la
Iglesia a la que en un principio combatía.
¿Conversión o vocación?
Pablo asegura haber recibido tanto su vocación
como el Evangelio que predicaba, directamente de Dios, sin intermediario
alguno. En sus cartas afirma: "Pablo, apóstol, no de parte de los hombres
ni por medio de hombre alguno, sino por Jesucristo" (Gál 1, 1). Y dice:
"Les cuento, hermanos, que el Evangelio que les anuncio no es cosa de
hombres; pues yo no lo recibí ni aprendí de hombre alguno sino por revelación
de Jesucristo" (1, 11). En cambio en Hechos se dice que fue Ananías quien
explicó a Pablo el significado de la luz que lo envolvió, y quien le enseñó la
doctrina cristiana (9, 6-19).
Hay otras diferencias entre la versión de Los Hechos de los
Apóstoles y la de Pablo. Por ejemplo, Hechos presenta la experiencia de Damasco
como una "conversión"; en cambio Pablo nunca dice que se haya
convertido, sino que habla de su "vocación" (Gál 1, 15). Hechos dice
que su conversión estuvo acompañada de fenómenos externos (una luz celestial,
una voz misteriosa, la caída al suelo, la ceguera); en cambio Pablo nunca
menciona tales fenómenos exteriores fantásticos, sino más bien sostiene que la
revelación que él tuvo fue una experiencia interior (Gál 1, 16).
Pablo y nosotros
Siempre nos han resultado lejanos y misteriosos los personajes
bíblicos, precisamente porque aparecen viviendo experiencias extrañas y
especialísimas, que ningún cristiano normal vive hoy en día.
También Pablo, en cierto momento de su vida, experimentó un
encuentro íntimo y especial con Jesús, que lo llevó a abandonar todo y a
centrar su existencia únicamente en Cristo Resucitado. Fue una experiencia
interior inefable, imposible de contar con palabras. Pero el autor bíblico la
describe adornada con voces divinas, luces celestiales, caídas estrepitosas,
ceguera, para exponer de algún modo lo que nadie es capaz de comunicar.
En realidad la experiencia paulina fue semejante a la de muchos
de nosotros. Seguramente nuestra propia vocación cristiana fue también un
encuentro grandioso con Jesús resucitado. Pero no oímos voces extrañas, ni
vimos luces maravillosas. Y por eso no la solemos valorar. Y muchas veces
languidece anémica en algún rincón de nuestra vida diaria.
Por eso hace bien reconocer que tampoco Pablo vio nada de
aquello. Que no nos lleva ventaja alguna. Recordarlo, y pensar luego en la
cantidad de veces que podemos experimentar a Jesús resucitado en nuestra vida,
puede ser la ocasión para animarnos a hacer cosas mayores que las que hacemos
ordinariamente. Como las que hizo Pablo.
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