Quien contempla en la iglesia superior de la Basílica de San
Francisco, en Asís, los 28 famosos frescos en los que Giotto reproduce la vida
del Poverello, comprueba que ninguno de ellos representa a Francisco en
solitario. Siempre está rodeado de otras personas, o tiene a alguien a su lado.
En el mismo eremitorio del monte Alverna, donde decide retirarse hacia el final
de su vida, tiene a su lado a fray León. A las puertas de la muerte, manda que
acudan en torno a su lecho todos los compañeros del lugar y celebra su
despedida a la manera de Jesús: bendice un pan, lo parte y distribuye entre los
presentes, bendice a todos y cada uno de ellos y manda que le canten el Cántico
del hermano sol. El encuentro y la comunión, esos dos rasgos tan evidentes en
las horas que precedieron a su muerte, caracterizan toda la vida de Francisco.
No tiene nada de extraño, por tanto, que los frescos en los
que Giotto ha plasmado acontecimientos de la vida de Francisco, reproduzcan
sobre todo encuentros: Francisco encuentra a un leproso, a un pobre, a una
mujer ciega, a un rico hacendado, al papa, al sultán, etc.
Un diálogo respetuoso en medio de una guerra de religión
El encuentro con el sultán Malek Al-Kamil (1218-1223), en el
año 1212, fue sin duda el más importante de todos esos encuentros. Tan
llamativo fue que no sólo nos informan sobre él todas las fuentes franciscanas,
sino también varios cronistas de fuera de la Orden e incluso una inscripción
arábigo-musulmana. El hecho de que Francisco cruzara el mar en un barco de los
cruzados y predicara al ejército cristiano, acampado ante los muros de Damieta,
no fue lo más extraordinario. La fiebre de la cruzada había hecho presa en
muchos, y el papa y sus aliados políticos se habían propuesto reconquistar los
Santos Lugares. Lo más llamativo consistió en que el pequeño y enjuto
hombrecillo de Asís lograra llegar a la presencia del sultán y pudiera predicarle
—¡y regresar sano y salvo!—; de hecho los mahometanos habían puesto precio a la
cabeza de los cristianos. Aquel encuentro sólo fue posible gracias a la forma,
al método empleado por el misionero de Asís, un método con el que logró superar
las barreras y que no es otro que el del diálogo y la renuncia a la violencia.
Y, en efecto, durante varios días el sultán y los suyos «le
escucharon (a Francisco) con mucha atención la predicación de la fe en Cristo.
Pero, finalmente, el sultán, temeroso de que algunos de su ejército se
convirtiesen al Señor por la eficacia de las palabras del santo varón y se
pasasen al ejército de los cristianos, mandó que lo devolviesen a nuestros
campamentos con muestras de honor y garantías de seguridad, y al despedirse le
dijo: «Ruega por mí, para que Dios se digne revelarme la ley y la fe que más le
agrada.» Así describe el encuentro Jacobo de Vitry, a la sazón obispo de San
Juan de Acre y presente en el campamento cristiano de Damieta (BAC 967b).
¿Una misión ineficaz?
Visto desde fuera, el éxito de este trabajoso viaje fue
insignificante. Francisco no consiguió nada: ni el martirio anhelado ni la
conversión del sultán, como tampoco logró la paz entre cristianos y musulmanes
ni un entendimiento mediante el diálogo y la renuncia a las armas. Es como si
esta ineficacia confirmara el concepto de misión de Francisco. Para Francisco,
en efecto, lo importante en el encuentro con otros hombres y religiones no es
el éxito visible, sino el testimonio de la propia vida. Así lo vemos claramente
en su Regla de 1221, donde indica:
«Dice el Señor: He aquí que os envío como ovejas en medio de
lobos. Sed, pues, prudentes como serpientes y sencillos como palomas.
»Así, pues, cualquier hermano que quiera ir entre sarracenos
y otros infieles, vaya con la licencia de su ministro y siervo. Y el ministro
déles licencia y no se la niegue, si los ve idóneos para ser enviados; pues
tendrá que dar cuenta al Señor (cf. Lc 16,2) si en esto o en otras cosas
procede sin discernimiento.
»Y los hermanos que van, pueden comportarse entre ellos
espiritualmente de dos modos. Uno, que no promuevan disputas y controversias,
sino que se sometan a toda humana criatura por Dios (1 Pe 2,13) y confiesen que
son cristianos. Otro, que, cuando les parezca que agrada al Señor, anuncien la
palabra de Dios para que crean en Dios omnipotente, Padre, e Hijo, y Espíritu
Santo, creador de todas las cosas, y en el Hijo, redentor y salvador, y para
que se bauticen y hagan cristianos» (1 R 16,1-7).
Quien entra, en calidad de enviado de Jesús, en contacto con
otras religiones, debe comportarse como él se comportó. Puede hallar, a pesar
de su humildad y sencillez (ovejas, palomas), o precisamente debido a ellas,
una dura oposición. Semejante vida misionera sólo puede llevarse a cabo «por
inspiración divina», no por pura iniciativa propia. Francisco acentúa lo
espiritual y subraya, igualmente, la «sumisión». Los conceptos elegidos por
Francisco muestran cómo entiende él en principio la misión: ésta implica
movilidad (ire, ir), sumisión a los no cristianos en medio de los cuales se
vive (inter eos, entre ellos), oído fino y discernimiento para captar el
Espíritu (spiritualiter, espiritualmente).*
El anuncio ocupa un segundo lugar. Y supone, una vez más,
una llamada especial de Dios y la capacidad de comprender y valorar la
situación concreta. El misionero no debe actuar intempestivamente. No es dueño,
sino oyente de la
Palabra. Debe comportarse, por tanto, también como oyente de la Palabra cuando vive entre
no cristianos. Tiene que comprender las distintas situaciones y ver cuál es la
voluntad de Dios. Sólo debe predicar cuando vea que esto le «agrada al Señor».
Principios básicos para el diálogo
Del comportamiento y de la Regla de san Francisco se deducen los siguientes
principios básicos para el encuentro y el diálogo con otras religiones:
1. Tomar la iniciativa. Francisco no espera que el sultán
vaya a su encuentro. Es él quien va al encuentro del sultán. Se sabe enviado.
2. Ser uno mismo. El diálogo es un encuentro entre dos
personas. Francisco va al encuentro del sultán en calidad de cristiano. A los
hermanos que van a misiones les exige que «se sometan» a los demás, pero
también les exige que «se confiesen cristianos».
3. Confiar en el otro. A pesar de todas las advertencias en
contra, Francisco atraviesa la línea de la muerte. Confía en Dios y, por tanto,
confía en que los hombres tendrán una actitud abierta si uno se comporta con
ellos con esa misma actitud de apertura.
4. Arriesgarse. Francisco se arriesga en cuerpo y alma al peligro
de la muerte. No tiene nada que perder. Por eso gana: la amistad del sultán y
un regreso con garantías de seguridad. Quien se entrega, se arriesga.
5. Renunciar a las armas y a la autodefensa. En la renuncia
a la violencia y en la actitud pacífica está la alternativa a la cruzada. El
diálogo no puede triunfar bajo la presión militar o psicológica.
6. Compartir la vida de los hombres. No querer estar por
encima de ellos, sino vivir entre ellos y con ellos, compartiendo sus mismas
condiciones de vida.
7. Someterse a los demás. Los hermanos no deben querer estar
al mismo nivel que los demás, sino buscar siempre, en la medida de lo posible,
una situación inferior.
8. Predicar más con la vida que con las palabras. Lo que más
le impresionó al sultán no fue la palabra arrebatadora de Francisco (que tal
vez ni siquiera entendía), sino su actitud resuelta, libre en relación con las
cosas terrenas y pobre. En el encuentro entre religiones, en el que con
frecuencia las palabras hieren más que apaciguan, lo principal es el ejemplo de
la propia vida, la hospitalidad y acogida, el amor desinteresado.
9. Comprender más que querer ser comprendido. Con su
disposición a escuchar, Francisco aprendió incluso de los musulmanes. Quiso
introducir en Occidente su costumbre de postrarse a orar, a la llamada del
muecín, pero no encontró ningún eco. El auténtico diálogo no es unilateral,
conduce a la conversión recíproca y al mutuo enriquecimiento espiritual.
10. Beber en las fuentes más profundas. Francisco fue hasta
el sultán movido «por inspiración divina», y el sultán le pidió: «Ruega por mí,
para que Dios se digne revelarme la ley y la fe que más le agrada.» La relación
con Dios preserva del autoensalzamiento y del endurecimiento. Quien desea el
diálogo, lo busca siempre y en primer lugar con Dios. Ora.
LEONHARD LEHMANN, OFMCap
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