lunes, 27 de enero de 2014

Vocación: "Relación constante con Dios"

El segundo punto de referencia de la misión es la cruz de Cristo. 

San Pablo, escribiendo a los gálatas, afirma: «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (6, 14). Y habla de las «marcas» –es decir de las llagas de Cristo crucificado como el cuño, la señal distintiva de su existencia de apóstol del Evangelio. En su ministerio, Pablo experimentó el sufrimiento, la debilidad y la derrota, pero también la alegría y el consuelo. Este es el misterio pascual de Jesús: misterio de muerte y resurrección. Y precisamente el haberse dejado conformar a la muerte de Jesús hizo a San Pablo partícipe de  su resurrección, de su victoria. En la hora de la oscuridad, en la hora de la tribulación, está ya presente y activa la aurora de la luz y de la salvación. ¡El misterio pascual es el corazón palpitante de la misión de la Iglesia! Y si permanecemos dentro de este misterio, estamos a salvo tanto de una visión mundana y triunfalista de la misión como del desánimo que puede surgir ante las tribulaciones y los fracasos. La fecundidad pastoral, la fecundidad del anuncio del Evangelio, no procede ni del éxito ni del fracaso según criterios de valoración humana, sino de la conformación a la lógica de la cruz de Jesús, que es la lógica de la salida de uno mismo y de la entrega, la lógica del amor. Es la cruz –siempre la cruz con Cristo, porque a veces nos ofrecen la cruz sin Cristo, y esa no sirve–. Es la cruz –siempre la cruz con Cristo– la que garantiza la fecundidad de nuestra misión. Y desde la cruz, acto supremo de misericordia y de amor, renacemos como «nueva criatura» (Gal 6, 15).

 Finalmente, el tercer elemento: la oración. 

En el Evangelio hemos escuchado: «Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Lc 10, 2). Los obreros para la mies no son elegidos mediante campañas publicitarias o llamamientos al servicio de la generosidad, sino que son «elegidos»  y «enviados» por Dios.

Él es quien elige, él es quien envía -él es quien envía–, él es quien encomienda la misión. Por eso es importante la oración. La Iglesia –como nos ha repetido Benedicto XVI– no es nuestra, sino de Dios; ¡y cuántas veces nosotros, los consagrados, pensamos que es nuestra! Hacemos de ella… lo primero que se nos ocurre. Pero no es nuestra, sino de Dios. El campo que hay que cultivar es suyo. Así pues, la misión es, sobre todo, gracia; la misión es gracia. Y si el apóstol es fruto de la oración, en esta encontrará la luz y la fuerza necesarias para su acción. En efecto, nuestra misión deja de ser fecunda, e incluso se extingue, en el momento mismo en que se interrumpe su conexión con la fuente, con el Señor.
¡Queridos seminaristas, queridas novicias y queridos novicios, queridos jóvenes en el camino vocacional! Uno de vosotros, uno de vuestros formadores, me decía el otro día: «Évangéliser on le fait à genoux – La evangelización se hace de rodillas». Oídlo bien: «La evangelización se hace de rodillas».

¡Sed siempre hombres y mujeres de oración! Sin la relación constante con Dios, la misión se convierte en un oficio. Pero ¿en qué trabajas tú? ¿Eres sastre, eres cocinera, eres sacerdote, trabajas como sacerdote, trabajas como monja? No. No es un oficio, es otra cosa. El riesgo del activismo, de confiar demasiado en las estructuras, está siempre al acecho. Si miramos a Jesús, vemos que la víspera de cada decisión o acontecimiento importante, se recogía en oración intensa y prolongada. Cultivemos la dimensión contemplativa, incluso en la vorágine de las obligaciones más urgentes y penosas.

Que cuanto más os llame la misión a ir a las periferias existenciales, más unido esté vuestro corazón al de Cristo, lleno de misericordia y de amor. ¡Ahí reside el secreto de la fecundidad pastoral, de la fecundidad de un discípulo del Señor!
Jesús envía a los suyos sin «bolsa, ni alforja, ni sandalias» (Lc 10, 4). La difusión del Evangelio no la aseguran  ni el número de personas, ni el prestigio de la institución, ni la cantidad de recursos disponibles. Lo que importa  es estar impregnados del amor de Cristo, dejarse conducir por el Espíritu Santo e injertar la propia vida en el árbol de la vida, que es la cruz del Señor.
Queridos amigos y amigas: Con gran confianza os encomiendo a la intercesión de María Santísima. Ella es la Madre que nos ayuda a tomar las decisiones definitivas con libertad, sin miedo. Que ella os ayude a testimoniar la alegría del consuelo de Dios, sin temer la alegría; que ella os ayude a conformaros a la lógica de amor de la cruz y a crecer en una unión cada vez más intensa con el Señor en la oración. ¡Así vuestra vida será rica y fecunda! Amén.
(Segunda parte de la homilía de Papa Francisco a los seminaristas, novicios y novicias)

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