Homilía
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Queridos hermanos y hermanas:
Ayer tuve ya la alegría de reunirme con vosotros, y hoy nuestra fiesta es
todavía mayor porque nos reunimos de nuevo para celebrar la eucaristía en el
día del Señor. Sois seminaristas, novicios y novicias, jóvenes en el camino
vocacional, procedentes de todas las partes del mundo: ¡Representáis la
juventud de la Iglesia !
Si la Iglesia
es la Esposa
de Cristo, en cierto sentido vosotros constituis el momento del noviazgo, la
primavera de la vocación, la etapa del descubrimiento, de la verificación, de
la formación.
Y es una etapa muy hermosa, en la
que se ponen las bases para el futuro. ¡Gracias por venir!
Hoy la Palabra de Dios nos habla
de la misión. ¿De dónde nace la misión? La respuesta es sencilla: nace de una
llamada, la del Señor, y quien es llamado por él lo es para ser enviado. ¿Cuál
debe ser el estilo del enviado? ¿Cuáles son los puntos de referencia de la
misión cristiana? Las lecturas que hemos escuchado nos sugieren tres: la
alegría de la consolación, la cruz y la oración.
1. El primer elemento: la alegría
del consuelo. El profeta Isaías se dirige a un pueblo que ha atravesado por el
período oscuro del exilio, que se ha visto puesta a prueba con gran dureza;
pero ahora, para Jerusalén, ha llegado el tiempo del consuelo; la tristeza y el
miedo deben dejar paso a la alegría: «Festejad [...], gozad [...], alegraos»,
dice el Profeta (66, 10). Es una gran invitación a la alegría. ¿Por qué? ¿Cuál
es el motivo de esta invitación a la alegría? Porque el Señor derramará sobre la Ciudad Santa y sobre
sus habitantes un «torrente en crecida» de consuelo, un torrente de consuelo
–los llenará, pues, de consuelo, un torrente en crecida de ternura maternal:
“Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán” (v.
12). Como cuando la madre pone al hijo sobre sus rodillas y lo acaricia, así el
Señor hará y hace con nosotros. Éste es el torrente en crecida de ternura que
nos da tanto consuelo: «Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré
yo» (v. 13). Todo cristiano, y sobre todo nosotros, está y estamos llamados a
ser portadores de este mensaje de esperanza que da serenidad y alegría: el
consuelo de Dios, su ternura para con todos. Pero solo podremos ser portadores
de él si experimentamos nosotros los primeros la alegría de ser consolados por
él, de ser amados por él. Esto es importante para que nuestra misión sea
fecunda: percibir el consuelo de Dios y transmitirlo. A veces me he encontrado
con personas consagradas que temen el consuelo de Dios, y… ¡pobres hombres y
pobres mujeres, que se atormentan, porque temen esta ternura de Dios! Pero no temáis. No temáis: el Señor es el
Señor del consuelo, el Señor de la ternura. El Señor es Padre, y dice que nos
tratará como una madre a su hijo, con ternura. No temáis el consuelo del Señor.
La invitación de Isaías ha de resonar en nuestro corazón: «Consolad, consolad a
mi pueblo» (40, 1), y esto debe convertirse en misión. Encontrar al Señor que
nos consuela e ir a consolar al Pueblo de Dios: esta es nuestra misión. Hoy las
gentes necesitan ciertamente palabras, pero necesitan sobre todo que
testimoniemos la misericordia, la ternura del Señor, que enardece el corazón,
que despierta la esperanza, que atrae hacia el bien: ¡la alegría de llevar el consuelo
de Dios!
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